El Presidente de la República demuestra diariamente su hostilidad hacia la oposición. En sí mismo eso no tendría por qué espantarnos: en todos los países democráticos, gobierno y oposición rivalizan dialécticamente para tratar de convencer a los votantes de las virtudes propias y de los vicios contrarios.
En el caso de México, sin embargo, esa hostilidad ha superado ya varios linderos: el Presidente no solamente injuria a la oposición, sino que le niega cualquier atisbo de legitimidad. Y cuando se le niega legitimidad al adversario, en automático se le convierte en un enemigo sobre el que cualquier acción está justificada.
Lo anterior tiene un claro sustento totalitario: asumir que solo existe una única y exclusiva verdad en la política que se tiene que aplicar a la organización y dirección de la sociedad.
En efecto, esa pareciera ser la pretensión real de la llamada Cuarta Transformación: eliminar por la vía de hecho a cualquier competidor. No importa si para ello se tienen que utilizar fiscalías, unidades de información financiera o centros de inteligencia.
Este proceso, sin embargo, se ha encontrado venturosamente con varios obstáculos. A pesar de todo, en México se construyó en los últimos treinta años un andamiaje institucional bastante más sólido de lo que podría pensarse. Y uno de los cimientos fundamentales de ese edificio es la autoridad electoral.
Es posible que la transición a la democracia en México haya quedado inconclusa en muchos ámbitos, y que actores y prácticas del viejo régimen hayan pervivido y ello haya generado una lógica insatisfacción en gran parte de la ciudadanía, lo que explica en buena medida el rotundo triunfo electoral de Andrés Manuel López Obrador en 2018. Sin embargo, algo que sí se hizo bien fue la parte electoral: pasamos de un régimen en donde los fraudes electorales eran la regla a otro en el que la competencia por ganar la voluntad ciudadana es mayormente justa y equitativa.
Parece increíble que aquello que sí se hizo bien ahora pretenda destruirse. Será la Suprema Corte de Justicia de la Nación la que defina, en última instancia, sobre la constitucionalidad del llamado “Plan B” impulsado por el gobierno y aprobado en el Congreso por la mayoría morenista con el voto en contra de toda la oposición.
Lo que está en juego no es una ley más: es el riesgo real de abandonar un régimen democrático para pasar a uno totalitario en donde esté proscrita la pluralidad política y la posibilidad del disenso, y no existan las mínimas condiciones indispensables para que las diferentes fuerzas políticas compitan libremente por el voto de los ciudadanos. Ojalá los ministros de la Corte sean conscientes de su gigantesca responsabilidad histórica.