El mes de septiembre recuerda diversas conmemoraciones de la historia de México, por lo que con razón se le ha considerado como el mes de la patria. Es un buen momento para hacer una reflexión, así sea somera, sobre nuestra nación.
El gran filósofo Luis Villoro hablaba de cuatro condiciones para poder hablar de una nación: comunidad de cultura, conciencia de pertenencia, proyecto común y relación con un territorio. ¿Cuándo se forma la nación mexicana? Parece claro que no nace con la independencia: es entonces cuando México quiere convertirse en un Estado que no pertenezca a ningún otro, precisamente porque ya existe como un país.
No es aventurado afirmar que la nación mexicana se conformó durante los tres siglos del virreinato. Antes, en estas tierras convivían, generalmente de manera poco pacífica, una enorme diversidad de pueblos que nunca existieron como una unidad histórica y cultural. Cuando estos pueblos se encontraron con los españoles surgió una nueva entidad política que dio origen, con el paso del tiempo, a una nueva nación.
La época virreinal ha sido prácticamente desconocida por la historia oficial. Muchos mexicanos no saben que los 300 años de la Nueva España fueron momentos de enorme esplendor artístico, con grandes pintores como Miguel Cabrera o Cristóbal de Villalpando, literatos como Sor Juana Inés de la Cruz, Juan Ruiz de Alarcón o Carlos de Sigüenza y Góngora; músicos como Manuel de Sumaya o José de Torres; o historiadores como Francisco Xavier Clavigero. La Real y Pontificia Universidad de México comenzó sus cursos en 1553, justo ochenta y tres años antes que la Universidad de Harvard.
Cierto es que la Nueva España también fue un tiempo de sombras, con estructuras sociales tremendamente desiguales y en ocasiones opresivas. Pero es entonces cuando se forjó una nueva identidad.
En este proceso jugaron un papel fundamental la evangelización —la más profunda y radical revolución que se ha hecho, según Octavio Paz— y la figura de la Virgen de Guadalupe; también el arte barroco y lo que Jorge Alberto Manrique llamó “el criollismo”, es decir, esa conciencia de pertenencia a algo distinto a lo peninsular y a lo prehispánico.
Una nación no debe suponer la uniformidad de todos los que la integran, pero tampoco el desconocimiento de los horizontes comunes que nos hermanan. Por eso es tan deleznable que desde el mismísimo poder presidencial se busque obsesivamente confrontar y dividir a los mexicanos.
Desde un sano patriotismo, el cual enarbola el amor por la tierra de nuestros padres y por su cultura y tradiciones, y nada tiene que ver con el nacionalismo excluyente y supremacista, festejemos la existencia misma de nuestro México y trabajemos por su grandeza.