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La Iglesia alza la mano

Secretario Fernando R. Doval.

El pasado domingo inició en México la Jornada de Oración por la Paz, convocada por la Iglesia católica para recordar, a través de misas y oraciones comunitarias en lugares significativos, a todas las personas que han sido asesinadas o que están desaparecidas.

A esta jornada, que durará todo este mes, seguirán acciones específicas para atender el problema de la violencia, mediante un amplio diálogo social que permita escuchar las distintas voces y encontrar colectivamente un camino viable para alcanzar la pacificación y la reconciliación en el país.

En este diálogo, la Iglesia ha convocado a organizaciones no gubernamentales, académicos, políticos, miembros de otras iglesias y, en suma, a personas “de buena voluntad”, más allá de creencias e ideologías.

La Iglesia aprovechó también la coyuntura para demostrarle a Andrés Manuel López Obrador que su compromiso con la paz en México no nació ahora, ni que dejó de alzar la voz en gobiernos anteriores, como el Presidente acusó.

Desde 1968, al menos 116 documentos oficiales de la jerarquía católica mexicana han versado sobre la paz, la justicia y la reconciliación.

La paz es un concepto amplio. En un sentido estricto, significa la ausencia de un conflicto, de violencia, de guerra. Pero la paz es también plenitud, equilibrio, bienestar.

Llevada al plano colectivo y a la esfera pública, la paz adquiere un significado aún más profundo: la paz es fruto de la justicia y es la expresión del bien común.

La sociedad mexicana está agraviada. La violencia arrasa poblaciones enteras, destruye familias y causa dolor por doquier, frente a la indolencia y la necedad de un gobierno que pareciera preferir el acuerdo con los criminales antes que con los ciudadanos.

Como bien dijo monseñor Ramón Castro, obispo de Cuernavaca y secretario general de la Conferencia del Episcopado Mexicano, la política de “abrazos, no balazos” no solamente es demagogia: también es complicidad.

En estas condiciones, la Iglesia ha alzado la mano. Ha reclamado su derecho a participar. Ha entendido a la perfección que las religiones tienen una función relevante en la formación de virtudes cívicas y en el fortalecimiento del tejido social y, por lo tanto, son una oportunidad y no una amenaza para un sistema democrático.

En eso consiste precisamente la laicidad positiva: permitir o incluso promover el intercambio fructífero entre las diferentes cosmovisiones a fin de encontrar puntos en común que ayuden a una sociedad a desarrollarse más integralmente.

Pocos actores han logrado en este sexenio arrebatarle el control de la agenda al primer mandatario y hacerle frente con éxito a su narrativa. Hoy la Iglesia lo está logrando.

Su convocatoria para construir la paz es genuinamente esperanzadora.

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